Vampiros y política, el cóctel de sangre y poder que nunca envejece



La historia de Drácula es la de un vampiro/señor feudal contra el que se alían la burguesía, representada por el profesor Van Helsing, y el pueblo. En muchas películas basadas de forma directa o inspiradas muy libremente en la novela de Bram Stoker, la clase burguesa y el proletariado terminan derrocando al dictador con colmillos y ojos inyectados en sangre. Esta lectura política de izquierdas del mito vampírico se puso en marcha en los años 70, cuando cualquier película, del tema y género que fuera, era susceptible de ser contemplada y analizada desde la perspectiva de la dialéctica marxista. El conde Drácula no escapó a esta visión en todo caso muy pertinente, aunque después abundaran las películas que rehuían toda connotación sociopolítica y preferían mostrar al vampiro como un ser casi romántico condenado a la vida eterna.

En su película El Conde, Pablo Larraín llega mucho más lejos, o hace explícito aquello que se escondía entre los pliegues de tantos filmes de la Universal o la Hammer sobre Drácula, y en tantas novelas góticas firmadas por Stoker, Sheridan Le Fanu o Anne Rice. El director de los transgresores y abstractos biopics sobre Diana de Gales (Spencer) y Jacqueline Kennedy (Jackie) regresa a su Chile natal y al periodo de la dictadura, motivo central de las películas que le encumbraron internacionalmente: Tony Manero, Post Mortem y No. Pero ahora acude al cine fantástico y convierte a Augusto Pinochet en un remedo de Drácula. Y si los vampiros están condenados a vivir eternamente, les guste o no, Pinochet está condenado a ser un dictador durante siglos, aunque a él le gusta. Nació y se convirtió en chupasangre humana en tiempos de la Revolución Francesa, con el nombre de Claude Pinoche.

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Aspectos oscuros

La lectura política de esta nueva variación del tema vampírico es evidente, y además se extiende a todo tipo de dictaduras y sistemas autoritarios. Larraín respeta no pocas reglas del género fantástico (el vuelo del vampiro danzando por los aires con la capa militar extendida, las apariciones terroríficas en los lugares más insospechados, la estaca y el crucifijo, la novicia pura y virgen que debe acabar con él) mientras muestra los aspectos más oscuros del dictador y de su ambiciosa familia: los cinco hijos esperan cobrar una herencia que se les pone muy cuesta arriba dada la eterna longevidad de su progenitor. Además, y recurriendo a la lectura marxista, el vampiro Pinochet se ceba en las clases más humildes cuando busca víctimas para saciar su sed de sangre. Es sangre pobre, pero suficiente. El pueblo chileno está amenazado por un dictador y un vampiro al mismo tiempo.

 Si Larraín equipara de forma indisimulada a Pinochet con Drácula, un dictador y un señor feudal -como lo fue el personaje que inspira las creencias del tema, Vlad el Empalador, el cruel príncipe rumano-, Paolo Sorrentino acudió a similar analogía en Il divo, la película que realizó en 2008 sobre el influyente político italiano Giulio Andreotti. El director argumentaba entonces que pensó mucho en Nosferatu, el vampiro de la noche (1922), la obra maestra expresionista de F. W. Murnau y el primer filme importante sobre vampiros, pero que decidió apartarse de su imaginario para mostrar a Andreotti como un vampiro, cierto, pero que se asemeja más a una sombra deslizándose por pasillos y estancias. Admitía que sin ser una película de terror, su Andreotti era el protagonista de un filme de este género. 

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Esperpento

La relación entre política y vampirismo llegó a cotas tan álgidas como esperpénticas con Abraham Lincoln: cazador de vampiros (2012), en la que el presidente número 16 de Estados Unidos se dedica a perseguir y aniquilar vampiros porque uno de estos seres mató a su madre. Había un punto de reivindicación racial en el primer filme de la serie Blade (1998). El protagonista, surgido en el cómic de Marvel La tumba de Drácula, en 1973, es una mezcla de humano y de vampiro de raza negra, un dhampiro según la mitología eslava. Wesley Snipes le dio vida en una película que muy bien podría haberse realizado en la época del cine blaxploitation, aquellas películas comerciales destinadas al público afroamericano con indisimulada carga política y combativa en tiempos de magnicidios, los Panteras Negras y los derechos civiles.

De hecho, ahí se coció el sin par Blacula (1972) -estrenada entre nosotros como Drácula negro-, cuyo inició mostraba a un príncipe africano intentando una infructuosa alianza con Drácula para que este le ayudara a combatir el tráfico de esclavos. Drácula lo vampirizaba. Ya no era solo un señor feudal. Era un tirano blanco esclavizando a un aristócrata negro.

Trazo social

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Más caustico se mostró Roman Polanski en su inteligente parodia El baile de los vampiros (1967), jugando con las creencias religiosas y sociales: los vampiros aristocráticos del filme no tienen miedo de los crucifijos porque son de origen judío. Aunque no conseguido del todo, Jóvenes ocultos (1987), el filme de Joel Schumacher protagonizado por las nuevas estrellas ochenteras de Hollywood -Kiefer Sutherland, Jason Patric, Corey Feldman-, intentaba el trazo social equiparando a vampiros con pandillas callejeras.

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El cine de terror siempre ha tenido un acentuado componente político: La noche de los muertos vivientes, el Godzilla japonés, La humanidad en peligro, La guerra de los mundos… Metáforas más o menos claras a las que no han sido ajenas las historias de vampiros, seres ancestrales que sirven para radiografías contemporáneas.

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