Fernando Botero no pudo contar Sevilla



Cuando la Expo de Sevilla empezaba a llenar de mitos aquella ciudad que pareció otra después, sin dejar de ser ella misma, había un hombre inquieto que no sabía qué hacer para explicar esa joya de la historia del diseño urbano.

Ese hombre venía de Bogotá, conocía medio mundo, fue capaz de pintar los cuerpos más sabrosos, y difíciles, de la historia más reciente del arte de las personas gordas, y se sintió incapaz de sintetizar aquellas maravillas.

Sevilla entonces no era ciudad para Botero. El pintor, que acaba de morir a los 91 años, después de años de hojarasca, temor o vacío, de miedo a la muerte propia y a los de sus próximos, algunos de los cuales se fueron demasiado pronto, era un hombre poderoso y tímido, generalmente simpático, como los colombianos risueños, aunque él dejaba que su cara se viera solo a la mitad, con esa perilla que parecía parte del retrato de los personajes gruesos de sus cuadros.

En aquel entonces era, quizá, el más popular, o conocido, e incluso querido, por sus competidores y también por aquellos que no perdonan que alguien parezca lo que es: un artista. Inventó al gordo porque así veía a las personas, con tendencia a ser obesas, y también con la naturaleza dispuesta a la desnudez excesiva, pues cuando se engorda demasiado es que el cuerpo está enfermo.

Él quiso combatir esa creencia sobre la enfermedad de los gordos; al contrario, decía, ahí hay salud, e incluso alegría mirándose a los espejos de las calles y de los almacenes. La gente ha de hacer parecer como quiera las distintas dimensiones de su espíritu, que incluyen las dimensiones naturales de las distintas pausas del crecimiento.

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La gente entendió el mensaje, y muchos lo agradecieron. Hubo, sin embargo, algunos que quisieron romper esa baraja estética que utilizaba Botero para explicar sus creaciones, tan exageradas como los versos de los poetas que exhiben tanto los alimentos que ingieren. Fue en ese tiempo, ya vendidas para las calles de Madrid y de otros mundos las figuras que lo hicieron famoso, cuando alguien, o algunos, inventaron un infundio que ya para siempre vino a signar su porvenir, mojando de tristeza su lagrimal del presente.

Recuerdo cuando, desde el Hotel Ritz, me llamó a mi teléfono para explicarme que algo estaba pasando con su obra, que había gente que decía que estaba llena de sangre, pues el semblante de todo aquello tenía que ver con la horrible destreza de los narcos colombianos para comprar a las grandes figuras simulando que eran arte cuando en realidad eran parte de un patrimonio que iba a los bolsillos de los que se les rendían.

No era verdad, decía él, pero en aquel entonces (como ahora) cualquier infundio se abría paso como un cohete de foguetería. A él le dolió que ese desastre que le caía sobre la obra y sobre su cara ocurriera precisamente en Madrid, donde tanto quería.

Nunca olvido su tristeza, como no puedo olvidar sus cuadros mirándose, divertidos, en el espejo de las mujeres gordas, de los hombres inmensos. Aquel hombre poderoso, elegante, siempre disponible para explicar con ingenuidad las grandes ideas de sus proyectos, parecía un adolescente a punto de ser suspendido. Al doblar la plaza de Colón, mientras me hablaba, sentí que el teléfono desde el Ritz expresaba la lágrima de un hombre que lloraba.

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Claro, yo lo había conocido pletórico, cuando la Expo lo reclamó, a través de la Marlborough, su galería, para escribir sobre Sevilla en un suplemento que él iba a convertir en un best seller en aquel acontecimiento que hizo de Sevilla otro territorio, otra ciudad, otra puerta, otra alegría diseñada en parte por un hombre como él, Jacinto Pellón, que era más bueno que la sal del Guadalquivir.

Así pues a él le propusieron que fue quien escribiera, para aquel suplemento, un recuadro, cien palabras, doscientas, sobre la inmensidad de Sevilla, su río, la vida. Me siento incapaz, no me sale la escritura, qué hago yo, fueron sus excusas, la confesión de una impotencia que no había para sus cuadros sino para la metáfora escrita que de él buscaban.

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Entonces la buena gente de aquella galería de nombre mundial, la galería de Botero y de Gordillo y de Francis Bacon, me llamó por teléfono porque se sabía que en algún momento yo había sido seguidor, amigo, cercano a Botero. ¿Lo puedes escribir tú? Fue así como me hice el narrador de Sevilla, diez líneas más o menos, en nombre, y apellido, de Fernando Botero. Él firmó, y esto me honra, lo que yo escribí, ya no me olvido.

Fue un gran artista, un bueno hombre lleno de metáfora y de risa, aunque fuera, también por dentro, un hombre marcado por el desastre que era el mundo, la humanidad, el futuro y este momento que ya no puede contar y que se llama, como las letras que no quería pronunciar, la muerte.  

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