Finales polémicos de series (4): ‘Perdidos’, un emotivo tránsito al más allá



Pasan los años, casi 20 años ya, y el episodio piloto de Perdidos todavía impacta: la cadena ABC se atrevía a proponer algo con la ambición conceptual y narrativa de las modernas series de cable, pero, además, superando a aquellas en espectacularidad visual. El resto de la serie, con sus altibajos, estuvo a la altura de las expectativas, aunque bastantes espectadores se desligaran de la intriga en la tercera temporada, exactamente cuando los viajes temporales iban a empezar a ser desbordante constante.

Sea como sea, todo el mundo (incluso quienes no vieron ni el piloto) quiso estar ahí para la gran experiencia comunal del episodio final en mayo de 2010. Final de dos partes, 104 minutos en total, en la que muchos esperaban encontrar respuestas a asuntos abiertos y otros solo querían disfrutar por última vez de la extraña experiencia inmersiva que suponía la serie. Los primeros quedaron algo frustrados: si acaso, el doble episodio solo trajo más preguntas. Los segundos quedaron más satisfechos y, en muchos casos, supieron apreciar el casi lunático arranque de espiritualidad propuesto por los co-showrunners Damon Lindelof y Carlton Cuse.

En la acción de la isla, todo giraba en torno al intento del heroico Jack Shephard (Matthew Fox) de detener el plan de Locke (Terry O’Quinn), por entonces encarnación humana del Humo Negro, para acabar con una isla que es una especie de corcho en la boca del infierno. Pero casi más intriga había por saber qué pasaría, o mejor, qué era esa realidad paralela en la que había discurrido en parte esta sexta y última temporada. 

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Es un mundo (aún más) extraño

Recordemos que, por entonces, flashbacks y flashforwards (aquel mítico “tenemos que volver, Kate”) habían dado paso a los flash-sideways, ventanas a un mundo extraño donde el vuelo 815 de Oceanic habría llegado a su destino original. Jack habría estado casado con Juliet (Elizabeth Mitchell) y tenido con ella un hijo pianista (Dylan Minnette, siete años antes de protagonizar Por trece razones). En lugar de estafador, Sawyer (Josh Holloway) sería poli. Bastantes otros, misteriosamente, mantenían sus historias conocidas. Lo decíamos: más preguntas.

Pero igual la mejor actitud era bajar las defensas y dejarse arrastrar por una resolución menos racional que romántica. Esta trama paralela se resolvía, durante buena parte del metraje, como una serie de despertares/reencuentros en los que personajes a priori extraños tenían fogonazos de su experiencia conjunta en la isla después, sobre todo, de entrar en contacto a través del tacto. En este sentido, quizá la escena más mítica sea aquella en la que Sawyer y Juliet reinician su trágico romance delante de una máquina expendedora de snacks. Por si los fogonazos no eran suficiente, el compositor Michael Giacchino se ocupaba de estrujar el lagrimal en gozoso modo John Barry. 

Y de estos pequeños reencuentros se pasaba a la gran quedada final: casi todos los isleños volvían a verse las caras, sin rencor ni remordimiento, en la iglesia donde se va a oficiar el funeral de Christian Shephard (John Terry), padre de Jack. Esta realidad paralela resultaba ser una especie de purgatorio creado por los supervivientes para reunirse después de muertos. “A todos nos gustaba la idea del Bardo en el [llamado] Libro tibetano de los muertos“, dijo Lindelof en entrevista con Collider en 2020. “Es un lugar al que vas cuando mueres, pero no sabes que estás muerto. Es como Bruce Willis en El sexto sentido. No sabe que está muerto, y todo el propósito de estar en este sitio consiste en llegar a la revelación de que has muerto, pero nadie te lo puede decir”.  

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No estaban todos muertos todo el rato

Algunos se afanaron a lanzar un falso titular para resumir no solo ese aspecto de la temporada, sino la serie al completo: “¡Estaban todos muertos!”, exclamaron sin problema, quizá algo confundidos por las solitarias imágenes de los restos del avión de Oceanic que adornaban los créditos finales. 

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Pero mira que lo explicaba bien el diálogo final entre Jack y su no-tan-muerto padre Christian. “Eres real”, decía este último. “Todo lo que te ha pasado es real. Y las personas que están en la iglesia, también”. “¿Todas han muerto?”, preguntaba Jack. “Todos morimos alguna vez, hijo. Algunos murieron antes que tú y otros mucho después”, aclaraba Christian. Una vez juntos, una vez todos muertos, es hora de pasar a la siguiente fase. “Nadie muere solo, Jack”, decía Christian para que empezaran a correr con especial fuerza los ríos de lágrimas entre una sección de los espectadores. Nadie muere solo, no, sino acompañado, ojalá, de toda la gente que le ha importado.

La última imagen era un reflejo triste de la que abría la serie. Después de haber salvado la isla, Jack moría con Vincent, el labrador del pequeño Walt (Malcolm David Kelley), tumbado al lado. Y uno de los ojos de nuestro héroe, en lugar de abrirse, se cerraba. Final en paz.

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