Luis Fernández, el eremita de la pintura



Luis Fernández fue un pintor de excepcional calidad y uno de los artistas españoles con mayor proyección internacional. Nacido en Oviedo con el siglo XX, se trasladó en su juventud a París, donde trabajó en una imprenta y frecuentó a pintores abstractos como Mondrian, Leger o Torres García. Posteriormente abrazaría el surrealismo, se haría amigo de Picasso y alcanzaría su madurez artística con sus famosas series en las que, a pesar de la repetición consustancial a esos trabajos, era siempre capaz de aportar un nuevo acento.

“Luis Fernández es un pintor con una enorme originalidad y valentía. Un eremita de la pintura cuyo compromiso con esta disciplina fue muy serio, hasta el punto de no hacer concesiones aunque ello pudiera afectar a su carrera o a aspectos de su vida como, por ejemplo, su salud”, ha explicado este jueves en la sede de la Fundación María Cristina Masaveu Peterson Alfonso Palacio, comisario de la exposición y director del Museo de Bellas Artes de Asturias, institución que ha colaborado con la Fundación en la organización de la que es, a día de hoy, la muestra más ambiciosa dedicada al artista ovetense y que permanecerá en Madrid hasta enero de 2024 antes de viajar a Asturias.

Organizada coincidiendo con el cincuenta aniversario del fallecimiento del artista, la exposición está compuesta por obras procedentes de más de 40 prestadores. Entre ellos, el Centre Georges Pompidou, el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, el IVAM, el Museo Helga de Alvear y colecciones privadas como Fundación Telefónica, Fundación Mapfre y la familia del pintor. En total, 148 obras repartidas entre lienzos, dibujos, objetos personales, cartas, tarjetas postales, escritos sobre arte para la revista Cahiers d’Art, libros, fotografías y hasta Le chat, la única escultura realizada por el autor a lo largo de su carrera.

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En definitiva, un conjunto nunca antes mostrado en una sola exposición, que permite repasar toda la trayectoria artística de Fernández, desde uno de sus primeros dibujos fechado en 1915 y cuyo motivo es una paloma, hasta sus series dedicadas a estas aves y que ponen de manifiesto la coherencia de la carrera del pintor, que no cejó en su esfuerzo por destilar su pintura, no solo desde el punto de vista técnico sino también conceptual.

Del erotismo a la espiritualidad

Organizada de manera cronológica, la muestra se abre con algunos trabajos de juventud antes de su viaje a París, ciudad a la que se trasladó en 1924 y en la que desarrollaría toda su carrera hasta su fallecimiento, ocurrido el 25 de octubre de 1973.

Vinculado en un primer momento a la abstracción, Fernández abandonaría ese estilo pictórico para adentrase en el surrealismo. Influido por los escritos de Sigmund Freud y muy especialmente por La interpretación de los sueños y los conceptos de lo manifiesto y lo latente, el pintor asturiano desarrollaría anamorfosis —piezas con juegos ópticos definidas por él mismo como “la contracción longitudinal del espacio pictórico”—, y cuadros de manifiesto contenido erótico con toques de violencia que, como explicaba Alfonso Palacio, resultan tan explícitos que “poco más se puede decir de ellos”.

En 1936, su obra experimentará un nuevo cambio de rumbo. Tras entablar amistad con Pablo Ruiz Picasso, comenzará a desarrollar una serie de obras con un estilo que él mismo acuñaría de picassianismo por mezclar elementos surrealistas y referencias al imaginario pictórico del malagueño como, por ejemplo, toros y caballos, animales que también serán protagonistas de sus obras surgidas de la impresión que provoca en él, convencido republicano, la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial.

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Tras esta fase marcada por los desastres de la guerra, Fernández retomará la abstracción, creando una serie de naturalezas muertas extremadamente originales y reconocibles en las que juega con los volúmenes, la geometría, la composición, los pesos y en las que aparecen motivos, como el vaso de vino, que serán posteriormente retomados en sus obras de madurez.

Objetos humildes y bellos

También hay lugar en la muestra para el retrato —como el de un joven resistente fallecido realizado por encargo de su madre que, impactada por el resultado, prefirió no retirarlo del estudio del pintor— y los paisajes, tema que retomará posteriormente en sus series de marinas en las que muestra su faceta más espiritual desarrollada a partir de 1952.

Para el propio Fernández, ese año marcaría el inicio de su etapa de madurez. Un momento en el que es consciente de haber alcanzado el mayor dominio de la técnica y en el que empieza a pintar cuadros basados en objetos humildes pero de enorme belleza, con los que crea una obra de gran contenido espiritual algo que, por otra parte, no es ajeno al resto de su producción.

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Según la escritora y filósofa María Zambrano, Luis Fernández no tiene ni “un solo cuadro profano”, una afirmación que es aún más evidente en esta época, en la que adquiere una gran importancia la pertenencia del pintor a la masonería y su creencia en un gran arquitecto del universo al que, en un principio, no vincula con ninguna religión en particular. Una norma que solo romperá en sus cuadros sobre el vaso de vino y el pan colocados en una suerte de ara, en los que sí que hay una referencia consciente e intencionada a la sangre y la carne de Cristo.

La exposición se cierra con las últimas series de Fernández dedicadas a los cráneos, las palomas, los caballos y el que fue su último lienzo, una naturaleza muerta con dos de sus motivos recurrentes que, en esta obra postrera, adquieren un significado aún más relevante: la rosa, como metáfora de la belleza y la perfección, y la vela, como símbolo del artista que arroja luz en las tinieblas de la existencia.

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